Autora: Carmina Díaz

Porfolio de las fiestas de El Carmen de Somió 2005

Margarita la del Somió Park

Si a una de las personas nacidas hace ya muchos años en Somió, donde aún tenemos el privilegio de vivir, nos preguntan por Margarita Díaz Fernández, por un momento, quedaremos dubitativas pensando ¿Quién es? ¿Quién puede ser? Pero si a continuación añaden “la del Somió Park”, exclamaremos ¡ah! ¡Claro! Y es que su vida estaba tan asociada al parque que resulta inimaginable recordarla sin él, que tanto significó en su vida, y al cual ella correspondió con su personalidad y saber hacer, dándole una popularidad y haciéndole tan conocido que llegó a ser como un símbolo más para Somió durante mucho tiempo.

Cuando sólo contaba cinco años, su familia se estableció en el bello lugar de Villamanín, fundando un “chigre” llamado “Casa el Zapateru”. Pronto llegó a ser una familia muy querida y conocida. Margarita, persona muy sencilla, alegre y divertida, tenía muchas cualidades: lo mismo cocinaba muy bien que tocaba el piano estupendamente, pero brillaba sobre todas ellas la virtud de la caridad.

Muchas fueron las familias pobres de la parroquia a las que ella repartió limosnas con largueza. Pudo haberse hecho millonaria, pero era demasiado esplendida y desprendida para llegar a serlo.

Como además cantaba muy bien, perteneció al coro de la parroquia durante algún tiempo, las nanas a las que nos tenía acostumbradas durante las fiestas navideñas eran irrepetibles.

Al morir sus padres se convirtió en la protectora de sus hermanos ayudada por su hermana más joven, Marujina, lo que precisamente no era moco de pavo: cuando se juntaban su pandilla, entre otros, Brunín el de Servanda, Tinín el hojalateru, Frasio el de Covián, la cosa era para echarse a temblar. Sus bromas y travesuras siempre fueron muy conocidas y comentadas por todo Somió, por ejemplo cuando iban a tocar las pandorgas o, cuando a una persona determinada le cogían manía o antipatía, le escribían y cantaban coplas, no exentas de picardía, tirándolas a veces por los caminos para que la gente las viese y leyera, y que, forzosamente, a las que iban dirigidas les molestaba y les parecía fatal.

Un señor ya mayor de Somió y de memoria privilegiada, hace algún tiempo, recordaba alguna de ellas, dejándome pasmada y admirada del ingenio con el que estaban hechas, y me preguntaba ¿Cómo era posible que aquellos “rapazos” que a lo sumo fueron a la escuela del maestro cuatro o cinco años fueran capaces de hacerlas? Eran los años ingratos y difíciles cuarenta, cuarenta y uno… una llegó a la siguiente conclusión: “que era el mismo diablo quien se las inspiraba” y no se rían, al fin y al cabo, las Sagradas Escrituras nos dicen que Lucifer no solamente era bello, además era listo.

El Somió de aquel entonces éramos como una gran familia, por lo que las noticias y los hechos corrían como un reguero de pólvora. A Margarita le crearon problemas y le originaron disgustos que ella resolvía con eficacia, realmente el mayor daño se lo hacían a ellos mismos.

Dichos “rapazos” murieron todos ya, y excepto Frasio, todos eran solteros. A pesar de sus fechorías eran muy buenas personas, amigos de hacer favores, por lo que todo el mundo les apreciaba. Aquello de genio y figura hasta la sepultura, puede muy bien aplicársele a Frasio, porque hasta su muerte sus bromas y picardías no le abandonaron. Era muy simpático. Como no pronunciaba bien la erre, su dicción especial le hacía ser, si cabe, más gracioso. Dios los tenga en la gloria.

El Somió Park lo reunía todo, desde un pequeño paseo parecido a una alameda, un campo de futbol, donde acudían por semana las madres con los críos en el tranvía desde Gijón y donde Vicente, el  heladero, se cansaba de vender aquellos riquísimos helados que él hacía. Había una gran cantina en la que se vendían botellas de sidra, gaseosas, bocadillos… Al lado, el gran edificio, que por el invierno, el primer piso era habilitado como salón de baile, y más tarde, como restaurante que Margarita y su marido regentaban, y debajo de este, la bodega que frecuentaba gente pudiente.

No puedo olvidarme cuando cogía mi bicicleta y, a la velocidad de vértigo, bajaba por El Fondal, camino paralelo a la carreta del Infanzón, e iba al Somió Park, donde me reunía con otras amigas quinceañeras, no podíamos olvidar que a las ocho teníamos que estar en casa: Lolina, las hermanas Puente, Ana María la de Lalo, Esther la de “La Pondala” y otras. Allí lo pasábamos muy bien charlando sobre nuestras ilusiones, refrescos… en ocasiones se nos unía también Lolina Rimada, que, aunque era una persona adulta, dado su carácter jovial y espíritu juvenil, que no la abandonó hasta su muerte, era una más.

Qué largas y tediosas se nos hacían las siete semanas de cuaresma sin música, eso sí, cumplíamos fielmente con nuestros deberes religiosos; añorábamos y deseábamos que llegase pronto el Sábado de Gloria, cuando se inauguraba de nuevo el baile, donde tímidamente acudíamos a solicitar una determinada pieza a Ramona. La pista de baile no tiene ningún parecido a las pistas de hoy en día, tan sofisticadas, pero nosotros no por eso lo pasábamos peor. Las verbenas del Sacramento y de El Carmen gozaban de mucha popularidad. Los sábados y domingos el parque se llenaba a rebosar de gente de Gijón y continuó así por muchos años hasta que terminó por cerrarse. El restaurante, alcanzó también mucho éxito; los sanjacobos que cocinaban alcanzaron mucha fama.

A lo largo de su vida, margarita cosechó muchas y variadas amistades, pero ella tenía cierta predilección por la pandilla compuesta por vecinas de Somió, que era bastante numerosa, la mayoría ya fallecidas, como ella, y que yo denomino “las espigadoras”, si Dios quiere, en otro número les explicaré. Purina la de Lalo, siempre tan agradable y con su palabra fácil, me decía un poco afligida “solo quedo yo y dos o tres más”.

No fue fácil la vida de Margarita, de muy joven pasó ya por experiencias desagradables a las que hubo de enfrentarse, pero nada menoscabó su voluntad y fortaleza. Mi recuerdo por una persona por la que siempre he sentido admiración.

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