Autor: Ruma Barbero
Porfolio Fiestas de El Carmen de Somió 2010
Ese terreno triangular que todos los vecinos de Somió conocemos, situado enfrente de la iglesia y que tanto juego nos da en las fiestas del pueblo. También cuando esperamos la llegada del bus escolar con nuestros niños. Algunas veces para el desahogo y solaz de nuestras mascotas. Otras veces lugar espontaneo de tertulias y descanso de personas mayores. Rodeado de puyos de fábrica y jalonado con varios árboles, alisos, plataneros y algún carbayu. En mi infancia, también había un nogal que hacía las delicias con sus frutos. Tiene también en sus vértices, sendas farolas, recientemente reparadas, con base de granito tallada y fuste de hierro fundido imitando orlas y con tres pies que representan grandes lagartos alados.
Pero lo que más destaca, es un sencillo crucero de piedra arenisca tallada, formado por tres cruces. Dos laterales más pequeñas y la grande en lo alto de una pirámide escalonada.
Paseando la otra tarde por las cercanías del “campu”, he visto unos cuantos padres y abuelos, en tranquila tertulia, mientras sus niños, recién llegados del autobús escolar, correteaban tras una pelota unos y en animado intercambio de cromos, o algo así otros. Fue entonces cuando vinieron a mi mente, recuerdos de mi edad juvenil.
El “campu la iglesia”, era nuestro polideportivo. Nuestro parque temático. Lugar donde se podía hacer de todo, jugar, discutir, luchar, reír y llorar.
Al salir de la escuela, que la teníamos detrás de la iglesia, corriendo al “campu”. Las carteras con los libros a los escalones del crucero y todos a jugar. Unas veces, las más, al futbol. Teníamos dos porterías desiguales de medida, formadas por cuatro árboles y sin estar paralelas, pues estaban adosadas a las calles. Decía D. Paco el maestro, que algún día había de salir un gran jugador de entre nosotros, pues era harto complicado jugar al futbol, con tantos árboles diseminados por el terreno de juego.
También jugábamos a la peonza, al “guá”, a les “chapes”, al “pio campo” y como no al “escondite”. No se sabía cómo nos poníamos de acuerdo, pero había “épocas” para cada juego. La “época” de les “chapes” o de la peonza, etc.
La peonza o trompo se jugaba de varias maneras. Habitualmente se marcaba un círculo en la tierra dentro del cual se lanzaban monedas o chapas de gaseosas y haciendo girar el trompo, se cogía con la palma de la mano y se lanzaba una y otra vez contra las monedas o chapas, mientras duraba el giro del trompo, tratando de sacarlas del círculo. Las que sacabas te las ganabas.
Otra de las formas era más temeraria y consistía en lanzar la peonza a girar y el contrario, con la suya, tratar de pegarle en lo alto con el fin de partirla en dos. Para evitar su rotura, “tuneábamos” la misma con un escudo de chinchetas o tachuelas de colores que le daban protección y también una gran vistosidad. Para esta especialidad se utilizaba un trompo con el clavo o “pigu” afilado lo que facilitaba la destrucción del trompo enemigo.
Cuando llegaba la “época” del “guá” o canicas, nuestras madres nos confeccionaban unas bolsitas, que servían para contener tan preciado tesoro. Había tres clases de bolas según el material del que estaban fabricadas. Las de cristal, de colorines, muy bonitas y también las más caras. Costaban una peseta cada una y las utilizábamos en contadas ocasiones. Luego estaban las de piedra, construidas con una especie de granito, muy duras y con las que más se jugaba, pues eran las que ofrecían mayores garantías de durabilidad. Estas costaban cincuenta céntimos de peseta, o cinco “perrones” (monedas de diez céntimos). Y ya por fin las de barro cocido, que eran las parias de las canicas, las más baratas y que se utilizaban sobre todo como moneda de cambio y para pagar cuando perdías una partida. Estas costaban a “perrona”, es decir diez céntimos. Lo que quiere decir que, por una bola de cristal, te darían dos de piedra o diez de barro. Se jugaba como todos sabéis, haciendo un pequeño hoyo o “guá” en el suelo y en el que había que colar la canica propia, después de haber golpeado la bola rival.
Y que hacíamos cuando se nos ocurría jugar a “les chapes” (tapones de gaseosa). Pues nos dotábamos de las mismas en los chigres del barrio y las personalizábamos con fotos de ciclistas y futbolistas de la época, protegidos por un cristal, toscamente tallado. Luego con un trozo de escayola marcábamos en la carretera el circuito por el cual discurrirían nuestros bólidos, empujados por el dedo a modo de ballesta.
Y pensareis que sería una temeridad jugar en el asfalto, pues nada más lejos de la realidad. En aquel tiempo, años cincuenta, la circulación de vehículos era escasa y lenta. Cuando aparecía uno, teníamos el tiempo suficiente para marcar con un aspa en el suelo, la posición de nuestra chapa y apartarnos.
¿Y qué hacer cuando llovía? Pues en días de lluvia, teníamos los cabildos de la iglesia. En ellos podíamos, además, ampliar el número de especialidades deportivas, como el frontón o “les manaes”. Esta última especialidad, era totalmente autóctona de Somió y se jugaba por parejas. Consistía en intentar meter gol a la pareja contraria, con una pelota de tenis o en su defecto una envuelta de trapos, golpeando la misma con la mano. De ahí lo de “manaes”.
Recuerdo también en los cabildos, que era el lugar de reclutamiento de jóvenes para ayudar en los entierros. Salía Elías el sacristán y escogía a cinco de nosotros. Teníamos que tener una estatura acorde con los ropajes de monaguillo, pues estos eran de talla única. Nos pagaba una peseta por cabeza.
En los entierros de aquella época, después del funeral, se acompañaba al difunto andando hasta el cementerio. Abrían la comitiva, tres monaguillos, uno con la cruz y dos con los cirios. El cuarto iba al lado del cura y portaba el agua bendita con el hisopo. El quinto monaguillo era el encargado de tocar la campana. Esto se hacía tirando de una cuerda situada al lado de la escalera de subir al coro. Su cometido duraba desde que el difunto salía de su casa hasta que llegaba al cementerio. Este era el trabajo más deseado por nosotros, pues el “toque de difunto” debía hacerse con tañidos a intervalos largos de tiempo, lo que permitía poder seguir jugando la partida entre toque y toque.
Bueno, pues en esto consistían nuestras vidas al salir de la escuela. El “campu de la iglesia” y alrededores era el lugar que teníamos los niños pobres de la posguerra, para nuestras correrías. Hijos de chigreros, tenderos, trabajadores de la industria, caseros de fincas y algunos labradores. Para nosotros el “campu de la iglesia” fue ya siendo unos jovenzuelos, el foro de discusión de todo tipo de temas. Y hoy en día, personas ya entradas en años, lugar de gratos recuerdos.
Salud, vecinos.