Gruesa, más bien alta, de pelo blanco que recogía en un pequeño moño que resaltaba su pulcritud. Se ganaba la vida como cocinera en el restaurante “La Pondala”, aunque ella decía, no carente de gracia, que lo que allí hacia era guisar, no cocinar.
Eran tiempos difíciles de la posguerra y por ello no ha de extrañarnos que compaginase las labores de lavandera y como cocinera para sacar adelante a sus hijos. Tiempos difíciles, en los que resultaba más frecuente encontrarse con viviendas carentes de agua, y por tal razón era habitual encontrar por nuestros caminos de Somió mujeres portando baldes y calderos con ropas para lavar en los lavaderos públicos, o llenos de agua para consumos de hogar.
Si mal no recuerdo hubo en nuestra parroquia varios lavaderos: el de San Antonio, otro en Fuejo, el de El Túnel, el de La Peñuca…todos con sus correspondientes bebederos donde les vaques al ir o regresar de los prados se detenían para saciar su sed. Pero sin dudar afirmaría que el más famoso y popular fue el de La Pipa, no sólo por su amplitud y situación sino preferentemente por la calidad del agua, que provenía de los manantiales del alto de La Peñuca. Se abastecía también de esa agua la fuente de La Pipa, que un día, para asombro de sus vecinos, un caño dejó de echar agua, sin que nadie supiera la causa.
A poco tiempo lo mismo sucedió en el otro, lo que fue un misterio y lo sigue siendo. Surgieron comentarios para todos los gustos, algunas personas afirmaban haber visto a dos o tres hombres manipulando la cañería cercana a los manantiales; otros suponían que la cañería se había taponado; pero en fin, dejemos el tema, porque como dijo nuestro glorioso Cervantes, “más vale no meneallo”. El caso es que nuestra entrañable fuente se quedó sin agua de la Peñuca.
Volviendo al lavadero, estaba construido de ladrillos sin revocar, en el camino de La Pipa, a la altura más o menos donde hoy se encuentra un reconocido restaurante. Allí acudían las mujeres desde varios barrios. Solía, en mi infancia y juventud pasar por allí delante varias veces en un día. Cuando me acercaba lo suficiente iba escuchando las risas y carcajadas que del lavadero provenían cuando en él estaba Carola y provocaba con sus ocurrencias y chascarrillos en la concurrencia. Ella era el centro de atención, brillaba con luz propia, resumiendo, era la reina del lavadero. Cuando estaba sola tampoco el silencio reinaba porque Carola cantaba. Confieso mi debilidad por ella ya que cuando estaba sola y me veía pasar me hacía seña para que me acercase y me contaba historias que me hicieron pasar momentos inolvidables.
Solía decirme que en el restaurante se seguía la norma de ver, oír y callar. Pero recuerdo demasiadas anécdotas que en aquel lavadero se iban desgranando. Hoy mueve a risa, aunque en mi adolescencia me pareciesen de escándalo. Al hablar, a veces, decía algún taco, nada frecuente en aquellos tiempos y hasta mal visto. Pero en Carola ese vocabulario resultaba de lo más normal y hasta gracioso.
¡Pobre Carola! Bajo esa apariencia despreocupada y alegre se escondía un gran pesar porque su querido Balo –su marido- estaba pagando culpas sin haberlas cometido. En aquellos tiempos las venganzas, envidias y calumnias hacían estragos; estas últimas se cebaron con el pobre Balo, él que siempre fue un hombre honesto y buena persona, como el resto de su familia muy conocida y querida que residía en la zona de El Molinón. Cuando después de cierto tiempo volvió a su casa deteriorado y enfermo, él que había sido un buen mozo, sólo era una caricatura de sí mismo debido a las muchas penalidades sufridas. Murió al poco tiempo y Carola ya no volvió a ser la misma.
Falleció el 23 de agosto del año 1971 a los 81 años. Tenían dos hijos, un hijo, Artemio, y una hija, Carmina, con la que he tenido una buena amistad. Era el reverso de su madre: lo que tenía su madre de extrovertida y parlanchina, ella lo tenía de modosa y prudente. Murió joven. Las dos fueron muy buenas personas.
Descansen todos en paz.