De familia de labradores fueron varios hermanos, tres varones y dos hermanas gemelas. De niño era muy revoltoso y travieso, trayendo a su madre por la calle de la amargura; he oído contar que a menudo desaparecía del pote de fabes o de verduras el chorizo, con gran extrañeza de su madre, hasta que un día, para su asombro, vio que Ramón metía la mano en el pote y se lo comía. A medida que se iba haciendo mayor se fue convirtiendo en una persona responsable y emprendedora.
No tenía reparo e realizar toda clase de trabajos, como barbero y sastre entre otros. Se casó con una guapa moza de Villamanín, Benita, que provenía de una familia no menos conocida, la de “Pachu Benita”. La madre de ella era hermana de Ignacio, el fundador de la tienda de Ignacio o El Estanco, y de José el de Palmira. La hermana más pequeña, Luisa, se hizo maestra, se casó y puso escuela en su casa, hoy propiedad de Kiti Cangas. Fue muy querida y respetada y también muy guapa. Rara es la familia en Somió en que alguno de sus miembros no haya sido alumno suyo. Murió muy joven, sólo contaba 37 años, a consecuencia de una epidemia de tifus que hubo en el año 1918.
Mis abuelos, después de casados, pusieron un chigre en Cimadevilla. Como ella era una hábil cocinera consiguieron pronto una escogida clientela. Sin embargo, añoraban su barrio y decidieron comprar un pequeño terreno del Ayuntamiento llamado “Vivero del Rey”, situado al lado de la carbayera de La Pipa, que en aquellos tiempos era muy extensa. Una parte del terreno, el derecho, se lo vendieron luego a Don Santiago Piñera; otra a la izquierda se lo cedió a sus cuñados Joaquín Viña y Manolín de la Nieta y finalmente en la parte restante, la central, se construyó su casa cuya planta baja destinó a un nuevo chigre, que era su ilusión.
Dado su carácter extrovertido contaba con numerosas amistades y supo conquistar grandes afectos. Nunca escatimó los medios de hacer favores, si un vecino tenía un problema acudía a él para que lo resolviera, no hay que olvidar que al chigre acudía gente del Ayuntamiento de Gijón con la influencia precisa para resolverlo. La gente que allí acudía era variopinta, no sólo eran personas de Somió sino también de Gijón. Una, que pasó la niñez en casa de los abuelos, recuerda a Don Camilo de Blas, que era propietario de una famosa confitería en la calle Corrida, y que acudía todas las tardes en su coche a tomar café con el abuelo y siempre me traía caramelos. Como los pequeños detalles nos hacen recordar, parece que estoy viendo a la abuela lustrar las calderas de cobre que luego brillaban como el oro en las que hacía dulce con las ciruelas claudia y prunos que le mandaba de su casa natal de Villamanín su hermana Bárbara y que me sabía a gloria. A él le recuerdo dándole la manivela al fonógrafo (gramófono) para escuchar a sus cantantes favoritos que no eran otros que los cuatro ases: Cuchichi, Botón, Miranda y Claverol, aquellas canciones inolvidables asturianas como Unce les Vaques ramona, Caminito de Avilés, la añada…
Su carácter socarrón le permitía poner motes que duraban para siempre; ejemplo claro lo tenemos en Sapolín. Trabajaba empleado en la fábrica de cristales de Gijón y en sus ratos libres se dedicaba a pintar por las casas. Pues bien, un buen día llegó al chigre con una pequeña lata de pintura. Al preguntarle mi abuelo qué traía, él le contestó: “vengo de Sapolín” (tienda de pinturas de Gijón), apodo que le acompañó por el resto de su vida. Sapolín era una persona simpatiquísima. Me contaba él, que en una ocasión el párroco de Cabueñes le mandó pintar la sacristía. Pues bien: estando rezando los fieles el rosario, atravesó de esquina a esquina del altar con la escalera al hombro, la lata de pintura, cosa muy natural en un pintor, pero en la cabeza llevaba un gorro diseñado por él hecho con papel de periódico, dándole un aspecto tan cómico que causó risas entre los fieles y por un instante hubo de suspenderse el rezo del rosario. Como era de esperar, al finalizar llegó la consabida bronca de Don Rafael, primero a los fieles y luego a Sapolín. Y todos sabemos, los que conocimos a Don Rafael, cómo se las gastaba cuando se enfadaba. Otro caso, el de Joaquín, hermano pequeño de Sapolín. Éste era menudo y delgado, y cuando se fue a la mili, al verlo mi abuelo vestido de soldado, dijo: “hombre, aquí llega Quintín” y de esta manera le quedó el mote para siempre a él también. Y para terminar, y no hacerlo más extenso, es el caso del chisme. Éste estaba de criado en una casa de labranza de La Pipa. Un día, le mandaron ir a comprar un boliche al chigre, y el pobre hombre era incapaz de recordar el nombre, hasta que al verlo en la estantería exclamó “esi chisme ye lo que quiero” y “El Chisme” le quedó.
Más tarde el abuelo se animó a poner una fábrica de gaseosas que llegó a tener mucho éxito en Gijón. Sus hijos se encargaron de ayudarle: Ramón repartía la gaseosa y los sifones por los bares de Quintes, Deva, La Guía; pepe, por el barrio de Cimadevilla y alrededores; Luciano por el centro de Gijón, siendo sus clientes habituales restaurantes y bares tan famosos como “El Retiro”, “El Centenario”, “Hotel Asturias”, “La Botica” y un largo etc. Me atrevo a asegurar que fue la fábrica de gaseosas más famosa de Gijón. Con el paso del tiempo el abuelo se dedicaba más al chigre, pues la clientela había aumentado considerablemente entre otras cosas gracias a que los pollos asados por la abuela habían alcanzado mucha fama a la par que su destreza e la cocina.
Los abuelos fueron unos trabajadores natos, incansables, no había fiesta para ellos, siempre estaban trabajando. Él sólo se permitía acudir a las corridas de toros a las que era muy aficionado, siendo Rafael “El Gallo” su torero favorito. La labor que emprendieron no dejó de ser meritoria, ya que empezaron prácticamente de nada. Ramón falleció a los 71 años, en el mes de julio del año 1935. Yo, a modo de epitafio, le pondría “contigo se fueron los años más dulces y felices de mi niñez”.