Autor: Eduardo Suárez Fernández-Miranda
Fuente: La Nueva España de Gijón.
Nos encontramos en plenas vacaciones estivales y es un buen momento para recordar la novela Helena o el mar del verano. Desde que la publicara Ínsula en 1952 bajo los auspicios de Vicente Aleixandre, se ha convertido en un clásico indiscutible. Su autor, Julián Ayesta, nacido en Gijón –más concretamente, en Somió- en 1919 y fallecido en 1996, diplomático de carrera con destino en distintos países, ha permanecido en la penumbra a pesar de la calidad de su obra. Con anterioridad, las narraciones que componen la novela, fueron apareciendo en diversas revistas literarias de los años cuarenta: Garcilaso, Acanto, Destino o Finisterre, entre otras. Esta aparente dispersión no impide que “compongan juntas una especie de canto. (…) Es una reacción mediterránea frente al seudo existencialismo angustiado que inventa una ‘vida’ mucho más alejada de la vida humana real que la que invento yo en ‘Helena’”, según explica el autor. Sin negar ese cariz mediterráneo, la novela tiene como escenario Gijón y sus aldeas cercanas. En esta ciudad se celebran rutas literarias que tienen como marco alguno de los lugares por donde discurren los personajes.
La obra de Julián Ayesta ha sido publicada en distintas editoriales a lo largo de más de sesenta años y ha sido traducida en Francia, Italia, Inglaterra, Holanda o Grecia. Desde el principio ha gozado del prestigio de los críticos que celebraban la novela con cada nueva edición. Joan Perucho señalaba que nunca podríamos olvidar “el impacto que nos prodigó la confrontación inicial de Helena o el mar del verano, tan elogiado y tan en la memoria de todos”. Ello contrasta con el olvido por parte del mundo académico que la ha mantenido apartada de sus compendios y enciclopedias de literatura, salvo rara excepción. Actualmente la novela está dentro del catálogo de la editorial Acantilado.
La novela, dividida en tres partes, ‘En verano’, ’En invierno’ y ‘En verano otra vez’, relata, en palabras del escritor José María Jove, un “mundo luminoso y feliz, estos niños que comienzan a vivir y a conocer el amor en plena naturaleza, con una alegría frenética y pagana, con un sentido delirantemente helénico”.
Esa reacción mediterránea y ese sentido delirantemente helénico, trasciende ya desde el propio título. En el ensayo ‘Aquel vivir del mar’ Aurora Luque señala que “toda la literatura griega está penetrada por el mar. Todo el mar griego estuvo siempre poblado de criaturas poéticas. El mar griego es -los poetas lo han hecho así- veleidoso, pródigo en caminos, en historias y versos, prodigioso en sus claridades y destellante en sus profundidades”, y Julián Ayesta era consciente de ello. Hay en la novela una añoranza del mar como escenario donde los jóvenes protagonistas descubren un paraíso propio. En una de las tres escenas que componen la tercera parte se puede leer: “Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y el mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines…”. En estas últimas palabras podemos evocar sin dificultad alguna de las pinturas de J.M.W. Turner, ese impresionismo incipiente que aparece también en la novela.
Julián Ayesta refleja la visión de un niño, utilizando un lenguaje coherente con esa manera de ver las cosas: “Y olía todo a incienso, y a flores, y a rosquillas, y a churros, y a la sidra que estaban echando los hombres en el Campo de la Iglesia y al vestido nuevo”. Esa forma de narrar contrasta, por ejemplo, con el relato ‘la estepa’ de Chejov, de quien Ayesta era un gran admirador. Recordemos que la obra literaria del escritor gijonés incluye entre otras, obras de teatro, publicadas algunas de ellas en la revista Cisneros. En ‘El arte de la fuga’, el también diplomático y escritor mejicano Sergio Pitol, realiza un análisis certero de la narración de Chéjov: “en ‘la estepa’ el mundo aparece contemplado por los ojos de un niño, pero el lenguaje no es el de la infancia sino que pugna por alcanzar otros niveles”. Esa mirada constituye, según Pitol, “el cuerpo fundamental del relato, pero las refinadas descripciones de la naturaleza, las digresiones y reflexiones sobre ella difícilmente podrían serle atribuidas”.
El escritor gijonés opta por darle voz a ese protagonista que quizás, en parte, fuera él mismo, respetando su mirada y la percepción de esos veranos, que intuye irrepetibles, en compañía de esa Helena… a la que podría dirigir los versos de Juan Ramón Jiménez: “¡Sólo tú, más que Venus, / puedes ser / estrella mía de la tarde, / estrella mía del amanecer!”.