Autora: Gloria Rodríguez Hevia
Porfolio Fiestas de El Carmen 2009
Estudié en Somió por casualidad. Según cuentan en mi casa, a principios de los 70 las posibilidades que ofrecía la escuela pública a una madre del centro de Gijón eran algo tenebrosas para encomendarles a su hija de tres años, así que buscando una alternativa laica acabé aterrizando, después de unas cuantas idas y venidas que no vienen al caso, en el colegio Blancanieves de Gijón (había un Blancanieves de Somió, de eso me enteré más tarde).
Tras un año pasé al Liceo, en el barrio de La Corolla y puede que entonces tuviera conciencia por primera vez de lo que era Somió, aunque de manera bastante inconsciente, ya que para mí sólo era el sitio al que iba al colegio. Ahora que han pasado casi treinta años, y recordando el pregón de las Fiestas del Carmen de 2008, el descubrimiento de este nuevo espacio y los años que pasé en él tuvieron que imprimirme un carácter y darme unas señas de identidad determinadas.
Creo que venir a estudiar a Somió me enseñó que la ciudad en la que vivía se extendía más allá de la Plazuela de San Miguel y del Parque Infantil, territorio por el que me movía hasta entonces. Además, tener que llegar a La Corolla conllevó cambios en mi vida: “la parada” se convirtió en un lugar de socialización importante donde jugábamos a la goma, a la cuerda y puede que alguna vez dibujáramos un “cascayu”. El bus, con nuestros cuatro viajes diarios, supuso otra novedad y me permitió tener mi primer contacto con las jerarquías y las reglas no escritas, como que el sitio que cogías el primer día era el que mantenías para todo el año, o que en “la coctelera” sólo podían ir los de octavo.
Todo aquello, que era nuevo, se fue haciendo habitual, como el resto de las cosas, por eso para poder sentarme a escribir este texto he querido hacer el mismo camino que hacía cada día de septiembre a junio a ver si podía rescatar sensaciones o recuerdos. Subí por la carretera del Oasis y un poco después de pasar El Peru tomé un camino a la izquierda que era por donde se metían los autobuses, al lado de una carbayera. Unos metros más allá está el colegio, y visto desde el otro lado de la verja tiene la misma pinta, el mismo camino con las flores a los lados de las que se encargaba Pepe, el jardinero, las mismas escaleras para entrar al piso de arriba, los soportales donde jugábamos cuando llovía y por donde se entraba a mi clase de octavo, una que hicieron nueva y que estrenamos los del “C”.
Me bajé del coche y estuve un rato allí mirando intentando acordarme de cosas concretas del colegio para contarlas. Creo que el estar allí me ayudó a sacar de la memoria un centenar de situaciones que pensaba totalmente olvidadas, como las excursiones de los viernes por la tarde con la señorita Josefina a unos “praos” cerca de la Laboral, las vueltas al colegio corriendo que nos hacía dar el profesor Iván antes de empezar la clase de gimnasia donde todo el mundo paraba al llegar a la cancha de futbito, los partidos de brilé cuando las niñas todavía jugaban en el patio, los bocadillos de tortilla que vendían los de octavo en el recreo para el viaje de estudios que sabían a gloria bendita, los miércoles de ceniza con don Pío o el terror que nos daban algunas profesoras, que de eso también había. También recordé que gracias a la señorita Marichu aprendí todo el inglés que necesité hasta segundo de carrera y que nadie me explicó las matemáticas mejor que la señorita Begoña. Recordé que cuando empezaba el buen tiempo, a finales de curso, siempre intentábamos que nos dejaran salir a dar clase fuera y nunca lo conseguíamos.
Fueron buenos tiempos y las enseñanzas y, sobre todo, la disciplina del colegio me sirvieron mucho posteriormente e indudablemente hoy no sería la que soy si esos años, fundamentales en la formación de una nena, los hubiera pasado en otro sitio sin praos alrededor, sin un hórreo en la parte de atrás, sin tener que salir de la ciudad; y algo debe tener esa zona de especial, pues cuando me cruzo a mis profesoras por Gijón (ellas ya no me reconocen) tienen la misma pinta que entonces: creo que es el aire de Somió, que te mantiene joven para siempre.